José Julio Rodríguez fue un artista grabador, de los más importantes de México en el siglo pasado, cuya obra ha empezado a rescatarse tanto en la Ciudad de México como en el estado de Guanajuato –nació en San Miguel Allende en 1912 y falleció en 1981-.
Este artista vivió en Querétaro abrevando sus primeros cursos profesionales en la Academia de Bellas Artes de la que escribió después que funcionaba con planes de estudio implantados desde el virreinato por Juan Antonio Castillo y Llata mismos que fueron innovados por José Germán Patiño tras realizar un viaje a Estados Unidos.
José Julio Rodríguez se fue luego a la Ciudad de México donde destacó como alumno de Francisco Díaz de León y Koloman Sokol en la Escuela de Artes del Libro, de la que fue maestro posteriormente, además de ser Fundador de la Sociedad Mexicana de Grabadores.
Curiosamente este artista plástico dedicó también parte de sus dotes a escribir: en 1966 publicó “Donde la Vida es Sueño” –impreso en los talleres de don Manuel Casas, en Río Lerma 303, Ciudad de México-, anécdotas y personajes de Querétaro con una visión críptica, pero enterada de la ciudad en que inició su formación. Una edición posterior fue realizada por el gobierno del Estado en 1987.
Se advierten en el libro sentimientos encontrados sobre nuestra ciudad, en el que caben y se entrecruzan con singular pasmo, la nostalgia, la ironía, la admiración y el desdén.
En ese documento el artista guanajuatense cuenta sobre los seis meses que pasó en nuestra ciudad quien después fuera el grandioso y polémico muralista, el también guanajuatense, Diego Rivera.
Cuenta José Julio que atraído por sus leyendas, historia, monasterios y otras atribuciones, el joven Diego Rivera, de 20 años y aventajado estudiante de la Academia de San Carlos, decidió venir a Querétaro.
Por deducción hay de pensarse que fue en 1906.
“Tenía Diego 20 años cuando desembarcó en la vieja capital queretana, con una maleta y un caballete plegadizo por todo equipaje”, escribe José Julio.
Se hospedó, según el artista relator, en el “modesto hotel que miraba a la única muralla subsistente del derruido callejón del Excomulgado” desde donde realizaba paseos nocturnos con los que recorrió la ciudad respirando “el aire saturado de incienso y rosas, y estremecido por el tañido de las campanas”.
Tomando apuntes y bosquejos, le gustaba recorrer el río “que más que río parecía una modesta acequia desbordada bajo el manto de aquellos sauces llorones que lo bordeaban… las lavanderas amenizaban con frecuencia sus sesiones a la vera del manso río. Oía al pie de su caballete, sus risas y canciones”. Ahí le cautivó la figura de una “muchacha núbil” quien lo persuadió de alojarse en la casa de sus parientes, cerca del puente de San Sebastián por la calle del “Tompeate”.
Una mañana en que hacía bocetos en el jardincito de Santa Clara se le acercó un “hombre alto y enjuto” quien le preguntó qué hacía, a lo que él contestó: “Ya lo ve usted, dibujo” -¿También sabe usted pintar? “Estudio en San Carlos” -¿Quiere usted trabajar conmigo? “Dígame en qué puedo servirlo”.
Se trataba del clérigo José Mosqueda quien dio ocasión para que por un modesto salario Diego Rivera fuera a decorar la capilla del “palacio Mota”, que se edificaba a pocos pasos.
Conoció entonces a una linda moza de nombre Mercedes de la que en seguida fue novio apasionado. Mercedes vivía en el “Estampa de Santo Domingo” en la habitación situada sobre la pila que hace esquina con la calle de Ocampo.
Enterado el padre Mosqueda llamó a Diego indicándole que su situación implicaba un serio compromiso. Se presentaban dos caminos, el matrimonio o la ruptura… Diego optó por lo segundo, pues tenía ya una beca para ir a España.
“En una fría mañana de enero después del sueño de la navidad queretana, tras la estela de basuras de cacahuates, limas, naranjas, que dejan los rastros del “Rosario” bíblico, el joven pintor Diego Rivera salió en tren que va a la capital, con el resabio melancólico que dejan las despedidas forzadas, las renuncias precoces…” anota José Julio a quien Diego habría contado sus nostalgias mucho tiempo después en la ciudad de Guanajuato.
Evocaba con reprimida ternura, afirma José Julio, aquella etapa de su juventud, “detalles menudos de sitios y costumbres pintorescas de Querétaro. Hablaba de los huertos húmedos y florecientes de “la Cañada” y recordaba al vate queretano José Dolores Frías de quien había sido gran amigo en París, cuya trágica muerte había enlutado su corazón… Añoraba los años cándidos y puros, la sonrisa indeleble de la primera novia, el regocijo del buen pueblo en torno al pesebre del recién nacido en la noche navideña. Esos delicados aromas del rosal queretano”.