La gente como sujeto fotográfico será siempre una fuente inagotable de curiosidad e inspiración. Fotografiar desconocidos por la calle es una de las cosas que más me gusta hacer.
Al salir a la calle —de caza— con mi cámara, no siempre puedo explicar qué es lo que estoy buscando, ni tampoco predecir quién despertará mi curiosidad ni por qué. Algunas veces será su personalidad o porte lo que llame mi atención; otras, su presencia en el contexto urbano o la situación en la que se encuentra en ese momento. Y algunas, más raras, una especie de magnetismo, como una intuición.
En un principio permanecía fiel a mi práctica de foto de calle o urbana (street photography) tomando fotos espontáneas donde la persona no se da cuenta de que ha sido fotografiada. Este tipo de ejercicio tiene como resultado capturas sinceras, trasparentes (por eso se le llama candid en inglés) y exige cierto nivel de pericia y arrojo que con la práctica se va aguzando.
Después me animé a salir de los confines de ese género fotográfico para acercarme a la gente y pedirle que posara para mí. Admito que tuve que armarme de valor para vencer la timidez y el miedo al rechazo. La cámara intimida y las personas, en general, no ven con buenos ojos que un extraño los quiera fotografiar. Pero una vez superado ese obstáculo (y superarlo, debo decir, requiere de otras habilidades que también con el tiempo se van afilando), la recompensa es grande: en estos encuentros, por muy breves que sean, los extraños se abren ante la lente: confían, se sueltan, de cierta manera se entregan en un ejercicio fascinante donde nunca sabremos si dejaron caer la máscara o se dieron la oportunidad de sacar el alter ego.
Espontáneos o posados, los retratos tienen un trasfondo de autodescubrimiento. Al observar a los otros nos observamos y encontramos nosotros mismos: un juego de espejos. Entonces me doy cuenta de que muchas de esas personas que pasan por mi lente no son al azar ni extrañas, y que si gravito hacia ellas es siempre por una razón.