/ domingo 11 de agosto de 2024

Aquí Querétaro / La estatua viviente

Siempre me pregunté cómo llegaba hasta ahí, si lo hacía caminando o alguien lo llevaba, como quien lleva a los niños a la escuela. Y aunque ignoro si tenía un horario, cual oficinista común, sé que su presencia en ese punto citadino era diaria, constante, infaltable.

La esquina de Zaragoza y Nicolás Campa no es una esquina por la que pase el turismo que hasta Querétaro llega; es más, tampoco pasan los queretanos que nada tienen que hacer específicamente por ahí. Es una esquina común, justo en los límites de la zona que la UNESCO consideró patrimonio mundial.

Él era un hombre maduro, o al menos eso parecía, enfundado en ropa raída, gastada, sucia a fuerza de tiempo y uso; un gabán oscuro, o acaso un saco largo que de tan largo lo parecía, era inevitable en su atuendo cotidiano.

Ese hombre, de aspecto maduro y presencia silenciosa, se paraba todos los días ahí, en esa esquina sin personalidad propia, y emulaba a las estatuas vivientes que en las capitales europeas esperan alguna moneda para relajar el cuerpo. Aquí, sin embargo, no había monedas que lo activaran y ni siquiera eran aún tiempos de que algo así pudiera considerarse como un arte y una forma de subsistir.

Se colocaba ahí y levantaba un brazo hacia lontananza, como si quisiera señalar un rumbo, como si nos quisiera compartir el punto por donde Borges vio un crepúsculo inolvidable; como si diera cuenta de sus deseos viajeros, de la utopía colectiva de quienes por ahí circulaban sin mirarlo.

No traía patines colgados al hombro, ni sonreía mientras estiraba el brazo con la mano abierta para recibir una dádiva, ni pedía cigarros, ni gritaba incoherencias; no era un loco que se granjeara simpatías o produjera temores. Se mimetizaba con los muros de las construcciones de la esquina y con el resecado pasto de alguna jardinera descuidada, siempre inmutable, con el rostro medio cubierto por la barba y la mugre, con el brazo en alto como si saludara a un “führer” imaginario.

Así, escondido a los ojos de los muchos ciegos que circulaban por la ciudad a diario, le brindaba homenaje a la quietud y al silencio, sin descanso al cuerpo y al alma, como si de ese modo quisiera pagar una deuda, como deteniendo el paso para siempre, como silenciando lo mucho que pudo haber hablado.

De los muchos locos callejeros que la ciudad ha tenido, y aún tiene, éste de la esquina de Zaragoza y Nicolás Campa es el que más me mueve a la reflexión, el que me obliga a repasar el pasado y tratar de vislumbrar, como si se pudiera, el futuro.

Un día, como tantas otras cosas que se extinguen sin darnos cuenta, desapareció. Cualquier mañana de hace ya algunos años, no se presentó a su cita diaria, y, al menos ahí, a su esquina de siempre, no regresó para dejar pasar el tiempo con el brazo en alto y la mirada perdida. No volvió a ser presa de la indiferencia y a compartirnos, sin una palabra, que allá, a la distancia, por donde se esconde el sol, siempre habrá una esperanza.


Siempre me pregunté cómo llegaba hasta ahí, si lo hacía caminando o alguien lo llevaba, como quien lleva a los niños a la escuela. Y aunque ignoro si tenía un horario, cual oficinista común, sé que su presencia en ese punto citadino era diaria, constante, infaltable.

La esquina de Zaragoza y Nicolás Campa no es una esquina por la que pase el turismo que hasta Querétaro llega; es más, tampoco pasan los queretanos que nada tienen que hacer específicamente por ahí. Es una esquina común, justo en los límites de la zona que la UNESCO consideró patrimonio mundial.

Él era un hombre maduro, o al menos eso parecía, enfundado en ropa raída, gastada, sucia a fuerza de tiempo y uso; un gabán oscuro, o acaso un saco largo que de tan largo lo parecía, era inevitable en su atuendo cotidiano.

Ese hombre, de aspecto maduro y presencia silenciosa, se paraba todos los días ahí, en esa esquina sin personalidad propia, y emulaba a las estatuas vivientes que en las capitales europeas esperan alguna moneda para relajar el cuerpo. Aquí, sin embargo, no había monedas que lo activaran y ni siquiera eran aún tiempos de que algo así pudiera considerarse como un arte y una forma de subsistir.

Se colocaba ahí y levantaba un brazo hacia lontananza, como si quisiera señalar un rumbo, como si nos quisiera compartir el punto por donde Borges vio un crepúsculo inolvidable; como si diera cuenta de sus deseos viajeros, de la utopía colectiva de quienes por ahí circulaban sin mirarlo.

No traía patines colgados al hombro, ni sonreía mientras estiraba el brazo con la mano abierta para recibir una dádiva, ni pedía cigarros, ni gritaba incoherencias; no era un loco que se granjeara simpatías o produjera temores. Se mimetizaba con los muros de las construcciones de la esquina y con el resecado pasto de alguna jardinera descuidada, siempre inmutable, con el rostro medio cubierto por la barba y la mugre, con el brazo en alto como si saludara a un “führer” imaginario.

Así, escondido a los ojos de los muchos ciegos que circulaban por la ciudad a diario, le brindaba homenaje a la quietud y al silencio, sin descanso al cuerpo y al alma, como si de ese modo quisiera pagar una deuda, como deteniendo el paso para siempre, como silenciando lo mucho que pudo haber hablado.

De los muchos locos callejeros que la ciudad ha tenido, y aún tiene, éste de la esquina de Zaragoza y Nicolás Campa es el que más me mueve a la reflexión, el que me obliga a repasar el pasado y tratar de vislumbrar, como si se pudiera, el futuro.

Un día, como tantas otras cosas que se extinguen sin darnos cuenta, desapareció. Cualquier mañana de hace ya algunos años, no se presentó a su cita diaria, y, al menos ahí, a su esquina de siempre, no regresó para dejar pasar el tiempo con el brazo en alto y la mirada perdida. No volvió a ser presa de la indiferencia y a compartirnos, sin una palabra, que allá, a la distancia, por donde se esconde el sol, siempre habrá una esperanza.