/ domingo 9 de junio de 2024

Aquí Querétaro | Había una ciudad...

Había una ciudad de calles empedradas y caballos percherones que, jalando carretas, distribuían, de casa en casa, leche de una hacienda cercana. Una ciudad en cuyo río habitaban patos y donde mujeres lavaban ropa restregando las prendas sobre grandes piedras lisas; un río con un puente cuyas escaleras bajaban en lugar de subir y que parecía perder su cauce en el poniente.

Había una ciudad en donde las casonas mantenían sus portones abiertos al paso de los peatones, las campanas se escuchaban con nitidez llamando a misa y relojes de repetición marcaban la hora de todos; una ciudad con crepúsculos como bengalas y obras de ingeniería impresionantes.

Había una ciudad, joya del barroco, rodeada de campos de cultivo, un cerro con piedras que sonaban, al encontrarse, como campanas, y una loma donde, dicen, se apareció un santo a caballo. Una ciudad que cumplía años en julio y los comerciantes sacaban su vendimia a la calle, a cada fiesta popular, en los alrededores de los muchos templos.

Había una ciudad donde soltaban un león a las nueve de la noche, tenía tres cines y una cafetería que lograba congregar a toda su juventud los domingos por la noche; una ciudad donde se pegaban los anuncios con engrudo sobre las rosadas piedras de los pilares de sus portales y donde las procesiones religiosas recorrían las calles con fervor.

Había una ciudad con una cuesta que llamaban “China”, por donde pasaba la Carrera Panamericana, un kiosco donde se organizaban verbenas, una capilla que recordaba a un emperador, y muchas leyendas de túneles y aparecidos. Una ciudad con un pequeño aeropuerto para vuelos privados y un mirador en el camino, una carretera que subía cuando debía bajar, y una eterna montaña, algún día volcán, coronada de antenas donde se pintaba, con piedras blancas, publicidad política.

Había una ciudad con un loco en patines que lanzaba consignas por doquier, un conductor de camioneta que daba, sin cesar, ánimos a quien encontraba en el camino, y un entrañable personaje de sonrisa presta y nobleza en la mirada al que llamaban “Flint”. Una ciudad donde podían descubrirse ladrilleras, establos y huertas, y donde un muñeco de mano podía convertirse en famoso por la televisión.

Había una ciudad que cada diciembre se vestía de fiesta y cada Semana Santa de luto, donde se atestaba el único panteón el dos de noviembre y su plaza principal la noche del quince de septiembre; una ciudad de rezos, tradiciones, fiestas populares, recato, y aroma a “hueledenoche”, incienso y buñuelos.

Había una ciudad…