Era relativamente alta y permanecía de pie, durante buena parte de la mañana, al lado de una de las puertas de acceso al casi recién inaugurado mercado Mariano Escobedo. Era una más de aquellas mujeres que, con un cesto cubierto con tela en la parte superior, vendían grandes tortillas hechas a mano. Cada una tenía su lugar, su posición en los diferentes accesos del mercado hacia el estacionamiento, por entonces suficiente para albergar los vehículos de los queretanos que hasta ahí llegaban.
Mi madre, con su bolsa de mandado de plástico, llegaba hasta ella y le pedía una cantidad en pesos, no muchos, de su producto; entonces la mujer, que ya había esbozado una sonrisa al vernos llegar, contaba las tortillas con rapidez y cierta inexactitud, y colocaba las seleccionadas en el trapo que ya mi madre le mostraba entre las manos.
Luego venía lo mejor, como si de un rito se tratara: aquella mujer de rostro y vestimenta indígena tomaba una tortilla más entre las otras que despedían aún vapor, y la hacía rollito, a manera de taco, con las palmas de aquellas manos morenas y ásperas a cuenta de trabajo; extendía el brazo y me entregaba aquella tortilla mientras me miraba con ternura. Siempre era así, cada sábado que acompañaba a mi madre a hacer la plaza.
A pesar de que han pasado casi sesenta años de aquella tradición sabatina, aún recuerdo mi inocente felicidad mientras engullía la tortilla caliente por los pasillos de un mercado atestado de compradores, acompañando a mi madre hasta el primero de los puestos fijos, donde compraba la verdura con la marchanta de siempre a la que le hablaba por su nombre.
Más tarde, hacia el fondo del inmueble, don Cirilo Coronel cortaba con oficio el pollo que habríamos de comprar y su esposa cobraba los abarrotes que eran colocados en la bolsa de mandado, aquella que nunca acabó por ser substituida por un carrito de ruedas que mi madre siempre ambicionó, acaso sin demasiad intención.
Luego, a buscar el coche de sitio que nos llevaría de regreso a casa, pues el peso de la compra obligaba a darse el lujo de no abordar de vuelta un autobús como el que habíamos tomado, frente al monumento a la bandera, de venida.
Evidentemente, mi madre compraba en más puestos del mercado Escobedo, pues llevaba algo de carne (también retazos con hueso para nuestros perros), y variados productos más allá de las verduras, los abarrotes y el pollo, y ya se había surtido antes en la tienda de ultramarinos Génova, en la esquina de Hidalgo con Allende, y comprado jamón en el Almacén Italia, en Pino Suárez.
Hace unos días el mercado Escobedo cumplió sesenta años de existencia. Sólo subsisten tres de sus iniciadoras en 1964, pero hijos y nietos de fundadores mantienen sus locales al interior de un recinto que ha ido creciendo y desbordándose de sus iniciales límites.
A propósito, a mí me llegaron las imágenes de la marchante de siempre, de don Cirilo Coronel, del kiosco de periódicos, de los puestos de carnitas, y, sobre todo, por encima de todo, de aquella mujer que con mirada tierna me ofrecía siempre, cada sábado, una tortilla echa rollo, que, aún caliente, permanecía en mi mano el tiempo suficiente como para degustarla como si fuera el más excelso manjar.