De a poco, con visión, esfuerzo y persistencia, Roberto Ruiz Obregón forjó un imperio empresarial que marcó al Querétaro del siglo XX.
Mucho se ha hablado y escrito de la vida de don Roberto, como lo conocían los queretanos; desde su origen humilde, en Amealco, su trabajo como repartidor del refresco que él mismo producía en la llamada “Otra Banda”, y hasta la conformación de una empresa, Embotelladora La Victoria, que representó uno de los emblemas empresariales del Estado por décadas.
A los queretanos de mi generación les tocó ya conocer las instalaciones de la embotelladora en las márgenes del río, ahí donde desemboca la calle de Allende, y a unos pasos, al otro lado del río de la casa donde, precisamente, este visionario personaje inició la aventura profesional que tanto le redituó.
Supo don Roberto, en un momento preciso, aprovechar lo que después se convertiría en el producto más comercial y conocido del mundo, la famosa Coca Cola; se basó en la experiencia de aquellos refrescos que él elaboraba de manera casi artesanal, y logró la franquicia para la elaboración y distribución del nuevo refresco, cuando aún se decía que no podía comercializarse un líquido negro y azucarado que nadie estaría dispuesto a ingerir.
Mirando al futuro, Don Roberto construyó su exitosa empresa, y de aquella fábrica de Allende y la Ribera del Río, pasó a otras de mayor envergadura, tanto aquí en Querétaro, como en San Juan del Río, hasta llegar a producir, desde sus embotelladoras, prácticamente todas las “coca colas” que se vendían en el país.
Personalmente, tuve la fortuna de entrevistarme con él en dos ocasiones. La primera, en sus oficinas privadas de la calle Colón, donde lo entrevisté para alguna publicación que, por entonces, planeaba realizar el Tecnológico de Monterrey resaltando la semblanza de algunos de sus prominentes fundadores en nuestra ciudad. La otra, en una reunión en sus oficinas de Constituyentes, junto a la señera embotelladora de los terrenos donde hoy se levanta la plaza comercial “Puerta La Victoria”.
En esa segunda ocasión descubrí que don Roberto era un hombre de mirada profunda, de semblante tranquilo, de sonrisa amable. Era una reunión en la que también estaban sus más cercanos colaboradores de entonces (entre ellos, dos de sus hijos), y en la que apenas dijo palabra, dejando que los demás tomaran la batuta y externaran sus opiniones y preguntas, mientras él parecía mirar, con interés y sin prisas, desde su interior plagado de experiencia.
Luego me tocó, como muchos, saber entretelares de su vida gracias a esa biografía que con tanta dedicación, pasión y cariño escribió Araceli Ardón. Esa vida ejemplar en el trabajo, que partió de aquella humilde casa de Amealco y terminó con un impresionante emporio.
Recordé estos días a don Roberto porque le rindieron un homenaje durante un significativo aniversario del Club de Industriales, que tanto tiene de él, y porque deambulé por la plaza comercial ubicada justo donde se desarrolló aquella reunión, hace ya unas tres décadas. Pensé que hombres como él dejarán siempre una huella imborrable.
ACOTACIÓN AL MARGEN
Poseedor de un sentido del humor siempre a flor de piel, Billy Herbert fue uno de esos personajes insubstituibles del Querétaro que nos tocó vivir. Desde su paso por las aulas universitarias hasta su recorrido por la política, cuando el Partido Acción Nacional, su partido, llegó a probar, finalmente, las mieles del poder, Billy dejó siempre su impronta.
Como con todo mundo, también conmigo tuvo siempre ese dicho oportuno, esa broma presta, esa sonrisa socarrona. Sin embargo, hace algunos meses, la última vez que lo vi, ya no parecía tener el mismo ánimo, y su mirada, siempre brillante, parecía haber perdido intensidad.
La semana anterior, Billy Herbert murió. Su recuerdo quedará siempre en el alma de quienes lo conocimos.