/ viernes 5 de julio de 2024

Contraluz | Días de lluvia; lecciones


Esta es la historia de un día cualquiera en el Querétaro de hoy cuando, gracias a la tormenta tropical Alberto, ya habían pasado los extraños calores de abril y mayo que a todos o a casi todos nos traían medio aletargados.

Salí de casa con la idea de ir al banco y de ahí a realizar algunas compras en la calle de Ámsterdam, la de amplísimo camellón en la colonia Tejeda.

Al volante mi hija menor –ya no tan menor- que sin ser un intrépido Jim Clark maneja bien, con sobrada prudencia y sensatez.

Tras ir al banco emprendimos el retorno con una ligera lluvia primero y con torrencial aguacero después, por avenida Constituyentes para dar vuelta en Río Balsas y tomar después Río Grijalva para tomar después, doblando a la derecha, Prolongación Zaragoza.

Ahí, el agua corría de arriba abajo trepándose a las banquetas y tapando toda visibilidad del arroyo central que en ese tramo es de doble sentido.

En ese punto, el nivel del agua crecía amenazando entrar en el auto que para colmo empezó a bufar y a lanzar vapor, lo que indicaba que el agua llegaba al distribuidor, lo que ocurrió en pocos segundos, por lo que el auto simplemente se negó a avanzar en cualquier velocidad. Encendidas las luces intermitentes, el auto quedó a mitad del arroyo siendo vadeado por otros vehículos que pitaban y lanzaban pestes ante el apenado Jetta de chasís muy bajo.

Vamos a esperar un poco, dijimos, y luego bajamos y lo empujamos hacia la banqueta para esperar que se seque y reemprender el camino.

El agua estaba a unos 30 centímetros y el pasar de otros autos generaba turbulencias que la hacían elevarse más. La lluvia seguía con menos fuerza, pero el nivel del agua no sólo no descendía, sino que se incrementaba.

Quise bajar a empujar, pero mi hija me contuvo recordándome que desde hacía unos días andaba un poco resfriado y que a mi edad no era prudente bajar a empujar en medio del agua que seguía chachalaqueando contra las llantas y llegando ya a las puertas del auto.

Ella quiso bajarse también a tratar de empujar pero la desanimé, estábamos en una pendiente ascendente y era mejor mantenernos ahí mientras los vehículos que continuaban su ruta nos vadeaban entre claxonazos, cambios de luz y mentadas reprimidas, sí, no las oíamos. En eso estábamos cuando de pronto vimos avanzar entre la lluvia a un hombre. Con los pantalones arremangados y totalmente empapado caminaba hacia nosotros. Se colocó atrás del auto y pidió ponerlo en neutral y quitarle el freno de mano. Eso hizo mi hija. Empezó a hacer esfuerzos, pero el auto no se movió, estaba de subida. A un grito de él, dos jóvenes más se descolgaron desde un autolavado que está en la esquina y ya entre los tres, en medio de la lluvia, lograron mover el vehículo que dirigimos hacia la banqueta, donde ya no estorbaría el paso de otros vehículos. Ya ahí, el primer hombre nos recomendó: “Déjelo prendido para que se seque el distribuidor y en un ratito lo arranca y acelera…”.

Y sin decir más se fueron los tres a guarecerse en el autolavado, empapados de pies a cabeza, con todas sus ropas y zapatos mojados… No pidieron nada. Tampoco hicieron recomendaciones innecesarias.

Bajé del auto, saqué un billete o dos del bolsillo y se los dí. “Para el refresco” les dije. Y lo tomaron contentos, sin ofenderse. Así nomás. Contra los afanes tan prodigados hoy en día por descalificar, criticar, renegar, lamentar, dividir… el encuentro casual, sencillo y llano, con la bondad de aquellos tres desconocidos personajes, rezumó mi gratitud, y reavivó en mi algo medio dormido, un sentimiento hermano de la ternura.

Unos diez minutos después, el auto efectivamente estaba en condiciones de reanudar la marcha. Subimos por Prolongación Zaragoza hasta Ámsterdam, hicimos las compras programadas y regresamos a casa.

Recordé entonces muchos hechos, anécdotas, experiencias en que personas desconocidas totalmente habían hecho algo por mí… y también algunos en que yo hice algo, animado por compasión, empatía o condescendencia, por conocidos o desconocidos. Reparé en que realizar desinteresadamente un acto de bien hacia otro resulta positivo tanto para quien lo recibe, como para quien lo da. Vino a mi mente también David Goleman y su “Inteligencia emocional” que da cuenta de que la amabilidad siempre es una acción natural de ida y vuelta: si se es amable con los demás, también los demás serán amables con uno…

Richard Layard, economista inglés, subraya por su parte que “hacer el bien te hace más feliz y ser más feliz te lleva a realizar actos bondadosos”.

Pero además, vale recordarlo, los beneficios de la bondad repercuten en el bienestar emocional; las personas se sienten mejor físicamente cuando ayudan a otras.

Investigadores han descubierto y revelado además que las personas que realizan más actos de bondad acumulan más genes antivirales que defienden la integridad del cuerpo humano.

En fin, que los actos de bondad desinteresada y oportuna son definitivamente propulsores del bienestar individual y comunitario, tal como lo podemos comprobar día a día, como me ha ocurrido a mí tantas veces; la última, con los tres personajes del autolavado.


Esta es la historia de un día cualquiera en el Querétaro de hoy cuando, gracias a la tormenta tropical Alberto, ya habían pasado los extraños calores de abril y mayo que a todos o a casi todos nos traían medio aletargados.

Salí de casa con la idea de ir al banco y de ahí a realizar algunas compras en la calle de Ámsterdam, la de amplísimo camellón en la colonia Tejeda.

Al volante mi hija menor –ya no tan menor- que sin ser un intrépido Jim Clark maneja bien, con sobrada prudencia y sensatez.

Tras ir al banco emprendimos el retorno con una ligera lluvia primero y con torrencial aguacero después, por avenida Constituyentes para dar vuelta en Río Balsas y tomar después Río Grijalva para tomar después, doblando a la derecha, Prolongación Zaragoza.

Ahí, el agua corría de arriba abajo trepándose a las banquetas y tapando toda visibilidad del arroyo central que en ese tramo es de doble sentido.

En ese punto, el nivel del agua crecía amenazando entrar en el auto que para colmo empezó a bufar y a lanzar vapor, lo que indicaba que el agua llegaba al distribuidor, lo que ocurrió en pocos segundos, por lo que el auto simplemente se negó a avanzar en cualquier velocidad. Encendidas las luces intermitentes, el auto quedó a mitad del arroyo siendo vadeado por otros vehículos que pitaban y lanzaban pestes ante el apenado Jetta de chasís muy bajo.

Vamos a esperar un poco, dijimos, y luego bajamos y lo empujamos hacia la banqueta para esperar que se seque y reemprender el camino.

El agua estaba a unos 30 centímetros y el pasar de otros autos generaba turbulencias que la hacían elevarse más. La lluvia seguía con menos fuerza, pero el nivel del agua no sólo no descendía, sino que se incrementaba.

Quise bajar a empujar, pero mi hija me contuvo recordándome que desde hacía unos días andaba un poco resfriado y que a mi edad no era prudente bajar a empujar en medio del agua que seguía chachalaqueando contra las llantas y llegando ya a las puertas del auto.

Ella quiso bajarse también a tratar de empujar pero la desanimé, estábamos en una pendiente ascendente y era mejor mantenernos ahí mientras los vehículos que continuaban su ruta nos vadeaban entre claxonazos, cambios de luz y mentadas reprimidas, sí, no las oíamos. En eso estábamos cuando de pronto vimos avanzar entre la lluvia a un hombre. Con los pantalones arremangados y totalmente empapado caminaba hacia nosotros. Se colocó atrás del auto y pidió ponerlo en neutral y quitarle el freno de mano. Eso hizo mi hija. Empezó a hacer esfuerzos, pero el auto no se movió, estaba de subida. A un grito de él, dos jóvenes más se descolgaron desde un autolavado que está en la esquina y ya entre los tres, en medio de la lluvia, lograron mover el vehículo que dirigimos hacia la banqueta, donde ya no estorbaría el paso de otros vehículos. Ya ahí, el primer hombre nos recomendó: “Déjelo prendido para que se seque el distribuidor y en un ratito lo arranca y acelera…”.

Y sin decir más se fueron los tres a guarecerse en el autolavado, empapados de pies a cabeza, con todas sus ropas y zapatos mojados… No pidieron nada. Tampoco hicieron recomendaciones innecesarias.

Bajé del auto, saqué un billete o dos del bolsillo y se los dí. “Para el refresco” les dije. Y lo tomaron contentos, sin ofenderse. Así nomás. Contra los afanes tan prodigados hoy en día por descalificar, criticar, renegar, lamentar, dividir… el encuentro casual, sencillo y llano, con la bondad de aquellos tres desconocidos personajes, rezumó mi gratitud, y reavivó en mi algo medio dormido, un sentimiento hermano de la ternura.

Unos diez minutos después, el auto efectivamente estaba en condiciones de reanudar la marcha. Subimos por Prolongación Zaragoza hasta Ámsterdam, hicimos las compras programadas y regresamos a casa.

Recordé entonces muchos hechos, anécdotas, experiencias en que personas desconocidas totalmente habían hecho algo por mí… y también algunos en que yo hice algo, animado por compasión, empatía o condescendencia, por conocidos o desconocidos. Reparé en que realizar desinteresadamente un acto de bien hacia otro resulta positivo tanto para quien lo recibe, como para quien lo da. Vino a mi mente también David Goleman y su “Inteligencia emocional” que da cuenta de que la amabilidad siempre es una acción natural de ida y vuelta: si se es amable con los demás, también los demás serán amables con uno…

Richard Layard, economista inglés, subraya por su parte que “hacer el bien te hace más feliz y ser más feliz te lleva a realizar actos bondadosos”.

Pero además, vale recordarlo, los beneficios de la bondad repercuten en el bienestar emocional; las personas se sienten mejor físicamente cuando ayudan a otras.

Investigadores han descubierto y revelado además que las personas que realizan más actos de bondad acumulan más genes antivirales que defienden la integridad del cuerpo humano.

En fin, que los actos de bondad desinteresada y oportuna son definitivamente propulsores del bienestar individual y comunitario, tal como lo podemos comprobar día a día, como me ha ocurrido a mí tantas veces; la última, con los tres personajes del autolavado.